El órdago de las pantallas

Pino Bethencourt Gallagher | 04 de julio de 2016

Hace poco leí el primer artículo sobre el impacto creciente que tienen nuestros selfies sobre los animales salvajes en El País. Las historias sobre el delfín bebé que sucumbió a las masas fotógrafas en una playa, o las tortugas que no lograron poner huevos por el mismo motivo, no son excepciones, sino algo que va camino de ser habitual. Otro reto difícil.

Ayer tuve que renovar mi móvil en una conversación telefónica casi cómica. La operadora me preguntaba sobre el uso que yo le quería dar al nuevo teléfono, y yo contestaba que no a todas las preguntas: “¿Hace muchas fotos? ¿Y vídeos? ¿Lo quiere con una cámara delante y otra detrás? ¿Quiere una Tablet asociada? ¿Le pongo otra línea? ¿No quiere tener canales de televisión con series? ¿Y juegos? ¿Pero es que usted no está en Instagram???!!!” Pues no. No, no y no.

Resulta que voy en línea opuesta al progreso. ¿Pero esto es progreso? ¿De verdad? ¿Vivir cada vez más minutos de nuestros días pegados a pantallas? ¿Viajar a la naturaleza para hacer fotos que nos permitan presumir en las redes sociales? ¿Distraernos tanto con los cacharros electrónicos ultra-sofisticados que inhibamos el impulso de guiñarle el ojo a nuestra pareja o darle un beso en la frente a nuestro hijo? ¿Intercambiar emoticonos por Whatsapp con amigos ausentes mientras ignoramos emociones incómodas con los que tenemos delante?

En la fiesta de entrega de premios internacionales de YoDona decidieron sustituir el discurso de su directora, Marta Michel, por un vídeo porque “ahora todo es digital”. El protagonismo absoluto de la velada lo tuvieron los móviles y los flashes. Todos los ojos estaban puestos sobre pantallas que hacían selfies, se lucían en Instagram o cotilleaban en Twitter. Salir bien en las fotos preocupaba sobremanera a una gran parte del público asistente. La vida perfeccionada en pantalla le robó la velada al espontáneo cara a cara.

Contemplando toda esta locura colectiva, empujada a gran velocidad por los gigantes tecnológicos y las multinacionales de telefonía, me pregunto cuándo estas empresas van a asumir su responsabilidad social y medioambiental. Porque el coste ecológico y social de sus beneficios económicos empieza a ser incalculable. ¿Por qué no está ninguno de estos monstruos de éxito empresarial educando a las masas ignorantes sobre el impacto que tienen las fotos sobre los animales salvajes? ¿Por qué no hay ningún programa de Movistar, Vodafone u Orange para alertar a los jóvenes de los riesgos de poner fotos provocativas en las redes sociales? ¿Por qué nadie está hablando de esto en las grandes conferencias de expertos en ganar dinero y sacarle ventaja al competidor tecnológico? ¿Es que no vemos que nuestras pantallas nos están retando a ser mejores?

El nuevo imperio de las pantallas no sólo genera una cantidad de basura no degradable incalculable, entre terminales que fallan al año de estrenarlos, sus carcasas, baterías, enchufes y cables, fundas, palos para selfies y demás accesorios, ¡cuyas medidas ya no valen para el nuevo modelo!! Además está alimentando una constante “virtualización fantasiosa” de nuestras vidas, porque lo que ponemos en las redes sociales siempre mejora, maquilla, escenifica y supera nuestra realidad.

De ahí que ahora todo el mundo quiera hacerse una foto tocando a un delfín bebé, o sacando a una manta raya del agua con comida, o incluso pescando (y matando) a un tiburón con tal de inmortalizar un momento que quedará olvidado en cuanto entren veinte tweets más. Y cuando digo todo el mundo, animo al lector a ver quién estaba pasándose al delfín de mano en mano o paseando por la playa de las tortugas: gente humilde que no tiene para pagar muchas cosas importantes en su vida, pero  a quien le han colocado un móvil y una tarifa de datos como si fuese una necesidad básica.

Leí un libro que hablaba sobre la llegada de los occidentales a la Selva Amazónica y cómo habíamos transformado radicalmente el modo de vivir de estas tribus, supuestamente primitivas, con nuestros modelos de comercio y capitalismo. Decían que “el hombre blanco les había hecho ver lo pobres que eran porque no tenían dinero”. Un dinero que nunca les había hecho falta para vivir en perfecta armonía con sus selvas, sus animales salvajes y sus ríos llenos de abundancia.

Ahora todos tenemos pantallas para ver lo feos y pobres que somos frente a los ricos, bellos y famosos que manipulan selfies y fingen posados a todas horas. Su alegría infinita (y llena de emoticonos) por besar a un tigre o un león, dopado y sujeto por expertos tras la cámara, nos hace soñar con fantasías que en el fondo no hacen feliz a nadie. Y luego matan animales a lo tonto. El marketing multinacional nos ha creado una necesidad que nunca tuvimos, y no parece que ninguno de sus beneficiarios esté pensando en asumir los impactos negativos de tanto progreso.

Abandonados a nuestra propia suerte, cada uno combatimos esta imposición de pantallas como podemos en nuestras vidas privadas. Los padres batallan con el acceso a internet de sus hijos adolescentes y procuran controlarse durante las cenas familiares para dar ejemplo. Aunque hoy en día es rara la mesa que no está invadida por pantallas. Son, después de todo, nuestros mejores vehículos de escape de las dificultades que impone la vida real.

Por ello no puedo dejar de animar a todos a invertir tiempo y dinero en su propio crecimiento personal. Y dejemos claro que no se trata de perfeccionar cualidades, lo cual nos devuelve al fenómeno de postureo en Instagram, sino de aprender a conectar con la emoción real e inmediata de la vida. Primero la nuestra, y así, sin tener que intentarlo, también la de los demás. Todo minuto que dediquemos a respirar hondo, sentir nuestro cuerpo y permitir que surja nuestra propia emoción, nos independiza de las pantallas y nos hace mejores ejemplos vivientes de humanidad para todos. También nos ayuda a empatizar con los animales, respetar a las plantas y tolerar a los insectos. Sentir y vivir nos hace mejores padres, personas más fuertes, y directivos más inspiradores.

Pero hagamos lo que hagamos en nuestros entornos personales, debemos también asumir nuestra huella profesional sobre el mundo.  Si estamos ganando dinero con la tecnología, deberíamos aportar algo para resolver los problemas que genera. Hay tantos programas y proyectos de RSC que podríamos proponer en nuestras empresas para mejorar nuestro impacto en la Naturaleza, los animales y la concienciación de las nuevas generaciones.

Nuestras pantallas nos han lanzado un órdago del que no podemos escapar. Nos obligan a crecer, independizarnos, aprender a usarlas con responsabilidad, sabiduría y servicio al planeta que nos alimenta. Y como no nos enfrentemos a su amenaza, pronto no quedará nada vivo que filmar.