Todos conocemos a alguien mediocre con una carrera exitosa tanto en lo personal como en lo profesional. Entonces, ¿Quién dijo que la mediocridad era algo negativo? ¿Y qué pasa con la meritocracia?
Pudiera parecer que nos hemos saltado alguna lección por el camino, queriendo o sin querer. O bien nos han hecho pensar que lo que cuenta es obtener la victoria, sin importar el camino o la estabilidad de la misma. El éxito de la mediocridad, dejar a un lado las complicaciones, está cada vez más presente en las organizaciones y el poder.
Alain Deneault, en su libro “Mediocracia, cuando los mediocres llegan al poder” (Editorial Turner), decidió profundizar en el concepto de mediocridad y dio mucho que hablar, sobre todo a través de un artículo de El Mundo donde se comparaba el ser mediocre con un sandwich mixto. Es casi imposible encontrar una metáfora mejor de nuestra actitud como sociedad: pan, jamón york y queso de calidad cuestionable dominando los bares y los desayunos de medio mundo. Ese sandwich que bien cumple sus funciones básicas, siempre disponible y fácil de preparar.
Una de las acepciones que da la RAE sobre la mediocridad es la falta de talento. Pero, ¿quién quiere talento teniendo un sistema que premia la falta de él? El mismo sistema que nos da el puesto de nuestro jefe cuando se jubila o que protege al que menos se queja y por tanto menos exige.
¿Qué hay tras la mediocridad?
La mediocridad es un arma pandémica y falaz, porque además de expandirse como un virus en nuestra sociedad, se sirve de argumentos incuestionables pero engañosos para lograr sus objetivos. El oportunismo sin méritos nos atrae como sociedad cuando te das cuentas de que, por el diseño del sistema, las cosas van saliendo. Cuando vas viendo cómo tu compañero de clase, tu jefe o tú mismo vas logrando objetivos sin hacer mucho más que no llamar la atención y estar atento a los errores del resto.
Lo que está claro es que la mediocridad, mala, lo que se dice mala, no parece. Porque la mediocridad no habla de subversión, de rebeldía, de sacrificio… La mediocridad habla de la zona gris, de la pasividad, de la ley del menor esfuerzo, de tomarse como religión aquello de “lo importante es participar”.
Y nadie quiere ganar ni perder. No queremos que nos apunten con el dedo, que nos hagan la zancadilla o peor todavía: fracasar. Quedarnos en el limbo de la mediocridad nos da la ventaja de pasar desapercibidos, de ir aprovechando los restos que van cayendo, de ir avanzando sin hacer ruido. Sin méritos, eso sí. Siendo un sandwich mixto.
El oportunismo sin méritos nos atrae como sociedad conforme te das cuentas de que, por el diseño del sistema, las cosas van saliendo.
¿Y las nuevas generaciones?
A priori es difícil creer que los valores de las nuevas generaciones se diferenciaran mucho de los de sus padres. Pero en esta década ha entrado en juego un factor determinante si hablamos del espejo donde se miran los profesionales del mañana: las redes sociales han desmontado por completo el tablero.
Según el estudio realizado por el Salón de Orientación Universitaria UNITOUR, cada vez más jóvenes quieren ser funcionarios buscando una estabilidad económica, aunque no es un dato significativo comparado con las nuevos oficios a los que aspiran muchos del resto entre los que cada vez hay más intenciones de ser influencer de moda, tik-toker o Youtuber.
Es completamente lógico: el resumen que nos transmiten las redes es que todo el mundo puede ganarse la vida a golpe de like, con aparentemente pocas preocupaciones sobre aspectos mundanos como currículos, entrevistas de trabajo o cursos sobre programas de ofimática. La falta de talento con emoticonos y filtros fotográficos. Millones de jóvenes navegando a la deriva de un mar de bailarines de cuarto de baño haciendo coreografías con canciones de trap. Hace diez años sería una locura pensar en la tecnología y el ocio de los más pequeños tal y como hay lo conocemos.
Al final, la idea está clara: haciendo cualquier cosa que nos gusta, podemos crear una cuenta y vivir de ello. Una idea muy romantizada que ha hecho que muchos hayan pensado que, efectivamente, la normalidad es una cualidad más y que lo importante es tener un poco de carisma y un móvil. Pero la realidad es muy diferente y, por regla general, si uno quiere vivir de Youtube necesita, además de carisma y un móvil, de una gran inversión de tiempo y esfuerzo. Y sobre todo de algo que ofrecer.
El camino hacia el éxito
Nadie cuestiona el mundo de las redes sociales y la posibilidad de nuevos negocios que han surgido en torno a ellos, pero sí cuestionamos la confianza en el éxito fácil. Si te lanzas a las redes sociales pensando que será algo rápido, estás equivocado.
Como dice Leo Farache, la adolescencia no es un problema, es una oportunidad, todo depende de nuestra predisposición ante la vida y de los valores que tengamos enraizados. Tenemos grandes ejemplos de gente que, aun con la nevera llena de queso, pan y jamón york, decide no sólo ponerse a cocinar sino invitar a otras personas a compartir aquello que les apasiona. Ahí está la verdadera virtud del que despunta: sentirse con la necesidad de hacer algo más grande que uno mismo.
Quizá debamos preguntarnos qué es tener éxito o, más bien, qué es para un adolescente conectado diariamente tener éxito. La realidad distorsionada que nos han dado las redes sociales ha provocado que la visibilidad y la aceptación pública se hayan convertido en un baremo de éxito. Pero el éxito va mucho más allá y es relativo a cada persona.
Y tú, ¿eres un sandiwch mixto? El presente está aquí y depende de nosotros que hablemos a los más jóvenes del éxito que logramos gracias a nuestros valores o, de otro lado, del éxito que conseguimos gracias a la ausencia de ellos. Nosotros somos parte del sistema. Por suerte aún existen personas valientes que arriesgan, con vocación, líderes que aspiran a marcar la diferencia.