Pino Bethencourt | 2 de septiembre de 2015
ace algunos años que aprendí que nuestro comportamiento, y nuestra capacidad resultante para liderar a los demás, tienen mucho más que ver con nuestro cuerpo que nuestra mente. Nadie podía ser más escéptica a esta realidad que yo. Ahora soy quizás la más convencida defensora de la sabiduría que esconden esos otros cerebros – el corazón y las tripas — que nos movilizan mucho más que nuestro egocéntrico intelecto. Pero en una sociedad que odia y maltrata al cuerpo, mi misión es, cuando menos, “muy osada”, según me dicen.
Los Juegos Olímpicos de Río nos han regalado un verano lleno de buenas noticias. Nunca he visto tantas lágrimas de alegría juntas. Nunca he visto tantas banderas Españolas agitadas con orgullo y alegría. Y nunca he visto tantos cuerpos tan diferentes aplicados a su nivel de máxima potencia. Desde los altos gigantes cabezudos del baloncesto a las pequeñitas musculosas de gimnasia, los fibrosos atletas, los corpulentos piragüistas o la larguirucha saltadora de altura. Todos cuerpos majestuosos e inspiradores cuando los vemos actuar en su terreno. Todos un poco torpes y raros fuera de la pista.
Todos nuestros medallistas olímpicos, y cada uno de los 300 deportistas españoles que fueron a Río, son ejemplos excelentes de liderazgo. Los valores del deporte ejemplifican perfectamente lo que se supone que buscamos en las empresas: ambición, disciplina y esfuerzo, motivación, resistencia al fracaso, y visto lo visto, muchísima emoción. Mucha más de la que nos permitimos expresar en las empresas, la verdad. Los deportistas están claramente más cerca de sus cuerpos, sus impulsos y sus emociones, que los directivos.
[pullquote]Los directivos estamos tan enganchados en nuestros juegos de palabras y de números que acabamos escondiendo nuestros cuerpos donde nadie los mire[/pullquote]
Los directivos estamos tan enganchados en nuestros juegos de palabras y de números que acabamos escondiendo nuestros cuerpos donde nadie los mire. Comemos mal, hacemos demasiado deporte o no hacemos el suficiente. Pero sobre todo los criticamos. Les echamos la culpa de todos nuestros problemas: que no dormimos o que estamos demasiado cansados, que comemos demasiado o que no tenemos hambre, que nos duele esto, que nos aprieta lo otro. Que no tenemos una calificación “triple A” como predica un anuncio francamente cómico sobre disfunción eréctil que ponen en la radio en hora punta.
Las mujeres vamos más allá. Nos torturamos con todo pequeño centímetro de superficie corporal que no se adapte a los estándares fotoshopeados de belleza de las revistas. Tripa, celulitis, michelines, estrías, venitas azules, ojeras, códigos de barras, labios, arrugas y párpados caidos, uñas, pelos… la lista de posibles “defectos” es interminable. No sólo censuramos nuestra propia imagen cuando miramos en un espejo. También sometemos a examen los cuerpos de todas las demás mujeres a nuestro alrededor en una comparación permanente que nos da seguridad cuando salimos ganando y nos cruje cuando perdemos. Como me dijo una chica en el colegio con quince años, “estarías súper guapa con cinco kilos menos”.
La australiana Taryn Brumfitt ha hecho un documental sobre la imagen corporal de las mujeres llamado “Embrace”. Cuenta que todo empezó con unas fotos del antes y el después. En lugar de poner antes su cuerpo rellenito de madre de tres, y después su cuerpo delgado el día que ganaba un concurso de culturismo, los puso al revés. Se había dado cuenta de que conseguir el cuerpo perfecto con muchas dietas y duro ejercicio no había cambiado su sentimiento de auto-castigo perenne. Las fotos se hicieron virales. Reflejaban algo que todos pensamos. Que esta tortura de los cuerpos perfectos es dañina. Y ahora los chicos jóvenes parecen ser tan vulnerables como las chicas.
¿Cómo liderar a otros cuando uno gasta una parte de su energía descalificándose a sí mismo? No se trata solamente de la imagen, puesto que esta imagen se asocia a los hábitos, virtudes y vicios ocultos. La auto-tortura se extiende a juicios sobre nuestra capacidad de control y de motivación, nuestra debilidad frente a los impulsos fisiológicos –que llamamos vicios–, el orgullo o la vergüenza que sentimos al entrar en una sala y someternos al escrutinio de nuestros compañeros y subordinados. Nuestra confianza en nuestros propios planteamientos y visiones se tambalea y auto-aniquila en el mismo momento en el que deseamos tener otro cuerpo distinto. No podemos vender a los demás una confianza en nosotros mismos que no compramos ni regalada.
[pullquote]¿Cómo liderar a otros cuando uno gasta una parte de su energía descalificándose a sí mismo?[/pullquote]
Parece mentira que en pleno siglo XX sigamos analizándonos como si fuésemos a comprar y vender cuerpos en un mercado de esclavos, valorando positivamente a quienes son más guapos y despreciando a los feos. Lo hacemos en las discotecas, en los eventos de empresa y las ferias, en las playas, en los medios y en las revistas. Los guapos ganan puntos aunque sean bobos, vagos o impresentables. Perdón. Los guapos jóvenes. Los guapos viejos ya no cuentan.
Yo nunca fui la más guapa ni la más fea. Pero desde que he dejado de intentar ser más guapa de lo que soy, me dicen que he ganado mucho. Cuando me preguntan que “qué me hecho, que me ha cambiado el rictus” contesto que mi secreto es hacer mucha terapia. Me miran con cara de que estoy loca. Pero creo que soy la única cuerda. Porque el problema no es el cuerpo que nos ha tocado, sino la tendencia a auto-castigarnos que nos impide apreciar y cogerle cariño a la tripita, los michelines, las patas de gallo y las pequitas. Ese mismo patrón de respuesta le corta los pies a nuestro liderazgo. Literalmente.
Los animales no juzgan sus cuerpos como lo hacemos nosotros. No imponen un estándar y lo coronan como el único bello o deseable. Me encanta ver lo distintos que son unos perros de otros, o unos caballos de otros, y lo poco que les importan o les influyen sus formas físicas a la hora de jugar, hacerse amigos o empezar un cortejo sexual. Los niños pequeños tampoco son en absoluto conscientes de la competición de morfología corporal en la que caerán en sólo unos años, cuando aprendan a pensar como los adultos. Y sin embargo los animales y los niños responden al liderazgo de modo inmediato e instintivo. Lo reconocen y lo siguen sin rechistar. Tenga el aspecto que tenga.
Culpar a los medios de esta situación es lo mismo que culpar al espejo. Es tentador pero inútil. El problema toca nuestras emociones más profundas y nuestras reacciones de auto-estima más primarias. La terapia, el coaching, la reflexión y el crecimiento personal nos ayudan a desprogramar todas las manías que nos hacen odiar el cuerpo que tenemos y soñar con uno de película.
Nuestro cuerpo transmite nuestro liderazgo sin necesidad de palabras, adornos o títulos decorativos. Y como les ocurre a los deportistas, son nuestros cuerpos quienes definen las profesiones en las que destacamos con facilidad espontánea. El cuerpo que tenemos es el mejor para nosotros. Darnos cuenta de esto es la piedra angular que sujetará nuestro liderazgo.