Por Daniel Betancor, doctor en neurociencia y consultor en liderazgo y organizaciones | Aunque el concepto «rendición de cuentas», o su versión inglesa, «accountability», forman parte del léxico habitual en empresas, management y liderazgo, con frecuencia —y por desgracia— caen en el saco de los términos fetiche. Son palabras en boga que surfean la ola de lo trendy y aportan una pátina de respetabilidad académica. Pero muchas veces carecen de convicción y sentido. Se usan como mera sal y pimienta para aderezar un discurso bienqueda que alegra el oído, aunque no alimenta el espíritu. Es frecuente escuchar este u otros términos clave en conferencias, artículos o conversaciones. Un oído bien sintonizado sabrá distinguir el uso hueco y manido de otro más riguroso y comprometido.
Según el Portal de la Transparencia de la Administración General del Estado, «rendición de cuentas» es el deber de quienes ejercen labores de servicio público de informar, justificar y responsabilizarse —pública y periódicamente— del uso de los fondos asignados y de los resultados obtenidos. Todo ello siguiendo los criterios de eficiencia, eficacia, transparencia y legalidad. Si trasladamos esta definición al ámbito privado y la ampliamos, hablamos de la capacidad de cualquier trabajador para hacerse cargo de sus decisiones y acciones. También de asumir sus consecuencias y participar en el proceso de comunicación, evaluación y ajuste.
La rendición de cuentas es un activo enormemente valioso en una organización. Permite tomar decisiones, evaluar su impacto, corregir disfunciones, asumir errores y diseñar soluciones. No es tan frecuente encontrar empresas en las que sus miembros rindan cuentas sin escurrir el bulto, asustarse o negar la mayor.
Como todo valor, emana de la cultura corporativa y de sus líderes. Si se pregona su importancia pero, a la hora de la verdad, quienes deberían dar ejemplo no asumen responsabilidades y buscan estrategias florentinas para pasar el fardo a otra persona o departamento, el mensaje es claro: el principio vale solo sobre el papel. En la práctica rige el «sálvese quien pueda».
El valor del error saludable
Para que funcione, la rendición de cuentas debe conectarse con una cultura del error saludable. Cualquier persona ha de poder aprender de la experiencia, cometer errores sin temor a represalias, abordarlos y evitar su repetición. Así se activa el círculo virtuoso del aprendizaje, con buen equilibrio entre solidez y creatividad.
En su recomendable libro Finding a Place to Stand. Developing Self-Reflective Institutions, Leaders and Citizens, mi estimado colega —el psiquiatra, psicoanalista y consultor organizacional Edward R. Shapiro— describe la inclinación a “culpar al sistema” como estrategia de afrontamiento del estrés. Ocurre en organizaciones con alta presión y percepción de escasez de recursos. Convertir a una persona, un departamento, la empresa o la institución (incluidos gobiernos y líderes) en un “contenedor de basura” donde volcar emociones negativas ofrece alivio temporal. Se crea un cabeza de turco metafórico para evacuar la culpa cuando faltan herramientas o recursos para la tarea.
La contrapartida es costosa. La organización se daña. Los trabajadores perpetúan la desesperanza de no poder introducir cambios y evitan reconocer sus propias limitaciones y corresponsabilidad. También esquivan el esfuerzo de analizar la realidad y buscar soluciones. El culpable siempre es otro: una persona, una idea o una institución.
Quienes lideran y saben leer estos movimientos emocionales —e inspiran con el ejemplo una cultura de lealtad, pertenencia, confianza y rendición de cuentas— cuentan con un activo intangible de gran calado. Con él pueden crear y sostener organizaciones saludables y sostenibles.







