Cuando los focos ciegan al CEO

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Juanma Roca| Madrid

@juanmaroca

 

Suele acudirse a los famosos noventa días –a veces cien– para referirse al período de gracia que se concede a todo nuevo primer ejecutivo una vez que asume el cargo. No es para menos. No en vano, el simple hecho de pasar de puestos de dirección a estar en el puesto de dirección, el del primer ejecutivo, marca distancias y deja huella en que asume el reto, que busca ese colchón de tres meses para ir perfilando el armazón de su gobierno.

El armazón viste al ejecutivo para la ocasión, para el desafío que se le viene encima –y que ha buscado con ansia durante toda su vida profesional. Es el colofón, y por ello no extraña que desde el primer momento todas las miradas y focos se centren en él: en cómo se mueve, cómo se sienta, saluda, habla, responde a los periodistas y analistas… Es el centro, sin duda, y eso imprime carácter, a veces miedo y a menudo alimenta el ego en grado sumo.

Por ello, para poner a dieta a ese ego agrandado desde el primer momento, los profesores de Harvard Nitin Nohria, actual decano de la escuela de negocios, Michael Porter, y el colega de ambos Jay Lorch, advirtieron ya en 2004 de los peligros, hechos sorpresas, de esos primeros días al frente de una compañía. En un brillante artículo publicado en la Harvard Business Review apuntaron que la primera sorpresa de ese alto directivo, una vez que tomaba el mando, era que «dar órdenes era muy costoso». Eso, para empezar… aunque al jefe, dicen, no se le debe llevar nunca la contraria. En segundo término, que ese CEO «no es el jefe», lo cual supone una moción de censura en toda regla a ese ego consumado. Además, prosiguen, por muy brillante que sea ese primer ejecutivo, «no puede dirigir la empresa». Y todo ello, porque, a la postre, concluyen, «solo es humano».

La osadía de los tres profesores de Harvard, que de un plumazo desmonta a cualquier ejecutivo de primera línea, alza la voz contra la vanidad o ego inherentes a la labor como máximo directivo. En otras palabras, cuando todos los focos y miradas se fijan en el mismo punto, cierto es que la presión y nerviosismo hacen acto de presencia, pero también la vanidad, pues en ese mismo instante el directivo observa con tranquilidad que tiene el poder, esto es, que es la mano que mece la cuna.

El egocentrismo, no por centrista sino por la parte yoísta a la hace referencia, acaba siendo parte íntima del ejercicio directivo, sobre todo porque, como en 1938 sentenció Chester Barnard, la primera responsabilidad de un directivo es decidir, pues decidir es inherente a la labor directiva. Sin embargo, cuanto más observa uno que tiene ante sí todas las bazas para hacer lo que sea –esto es, que tiene el poder–, más deberá atemperar ese ego innato para entender cuál es el fin último del liderazgo que lleva a efecto desde su puesto de mando. Esa es, sin duda, la gran responsabilidad del líder: entender el límite de su liderazgo, empezando por los límites de sí mismo como primer ejecutivo.

En este juego de equilibrios, del que tanto puede uno caer preso de la corrupción y mal gobierno corporativo, como ejercer un liderazgo que deje una impronta duradera en la sociedad, el líder debe cuestionarse, en todo, su propia capacidad como líder, un examen tan crudo como definitivo, pues solo a partir de este ejercicio a cara descubierta podrá entender cuáles son sus límites, debilidades, tentaciones y peligros (o sorpresas, siguiendo las tesis de los profesores de Harvard anteriormente mencionados).

Este simple pero intenso ejercicio supone –debe suponer- el punto de inflexión de la labor ejecutiva, que debe transitar de ese ego ejecutivo o egoliderazgo (egomanagement) al ejercicio de un auténtico liderazgo como servicio para la empresa y la sociedad, el denominado ecoliderazgo (ecomanagement), por el cual el liderazgo se asume como un servicio a la sociedad.

En su célebre libro Built to Last, Jim Collins, al hablar de la pirámide del liderazgo, establece que el nivel cinco del liderazgo, el más elevado y, por tanto, al que todo directivo debe aspirar, se caracteriza por un liderazgo que, a las sobradas capacidades técnicas y estratégicas, une una “paradójica humildad”. El sustantivo, como se aprecia, es la humildad, opuesta a esa vanidad o ego mencionados. Pero lo especialmente sobresaliente es el carácter paradójico con que rodea Collins a ese liderazgo humilde. Paradójico, desde luego, porque el egomanagement que rodea a buena parte de la clase dirigente una vez que accede a los puestos de privilegio, suele nublar la visión de ese estrellato empresarial.

A decir verdad, a poco que se reflexione es lógico concluir en estos términos. Cuando la luz y los focos se centran en ese primer ejecutivo, claro que se lleva todas las miradas y elogios, pero también está expuesto a que esa nube de flashes nuble su mente en una suerte de síndrome de La Moncloa directivo que aísla a ese ejecutivo de la sociedad a la que sirve o, dicho desde la óptica puramente corporativa, lo deja preso dentro de la “celda de oro” de su despacho, comité de dirección y consejo de administración. Porque, de nuevo, por muchos focos que alumbren, ese nuevo CEO sigue siendo solo humano.